CUENTO
Por Pablo Saldaña.
Fotos: Barry Domínguez.
SANTUARIO
La sangre inundaba por completo el suelo de la habitación de Gabriel. Sobre la pared, trozos de piel secándose. La escena se repetía en todo el departamento. La cocina, la salita y el baño estaban llenas de rojo carmesí en el piso y pieles pegadas a los muros.
Esa mañana, Gabriel había salido temprano al notar que faltaba un tramo de la pared del pasillo que conectaba la sala y su cuarto sin cubrir. Tenía que salir temprano si quería obtener buena materia prima.
***
Leonardo rescató al joven que estaba a punto de ahogarse. Lo encontró mar adentro, al parecer cayó de alguno de esos yates de turistas y a nadie le importó su ausencia. Eso, o lo echaron al agua con dolo.
En su vieja lancha de fondo de cristal, que ya no llevaba turistas y solo salía al mar con la esperanza de capturar algo para comer en el día, lo llevó hasta la orilla y, ya en su jacal hecho de palos y techo de palma, veló por él un tiempo. El joven estaba perdido mentalmente, no recordaba nada de su pasado ni presente; tampoco su nombre.
Desde que encontró al joven, su situación comenzó a cambiar. La pesca ya no daba solo para sobrevivir, sino que permitía ir a vender al mercado del puerto. En ese mercado donde todos le decían «el loco» por sus ideas apocalípticas. «Leo el loco» afirmaba que el demonio consumiría la tierra y que solo los inocentes se salvarían.
Una señora que vendía charalitos fritos era la única que medio le hablaba al viejo. Rumualda le preguntó una vez que cómo el diablo sabría quién es inocente y quién no. «Por la piel», contestó el anciano.
Cuando al pescador le preguntaron que cómo se llamaba su joven acompañante, solo se le ocurrió decir «Gabriel», como el arcángel.
***
Gabriel llegó a la ciudad capital a trabajar de albañil o de lo que pudiera encontrar. Tras la muerte de Leo, decidió que vivir en la playa era demasiado doloroso. Además, esa mañana en que cientos de peces amanecieron muertos en la costa lo espantó. Sabía de memoria las teorías de su padre putativo y pretendía huir de ellas.
Encontró trabajo en una obra, cerca de un hospital de perinatología, ahí el ingeniero le dijo que en la periferia podía rentar un departamento barato. Eran aquellos construidos en la vieja zona industrial y que hoy estaban casi abandonados. Nadie quería vivir allí por la delincuencia y el riesgo de colapso. El tiempo demostró que las constructoras habían usado materiales de quinta, y todo mundo temía un desastre. Aún así la gente rentaba. Gabriel no tardó en encontrar un espacio.
***
«Aquí en el puerto aprendes muchas cosas, muchachito. Por ejemplo, que no hay nadie que merezca nada de ti y que todos somos mercancías», le dijo el teniente de policía Fernando al joven que había reportado la muerte de su padre. «Ahora tú tendrás que venderte al mejor postor porque no creo que sepas pescar para vivir libre, en eso El Loco era en lo único que atinaba, a él nadie lo podía comprar».
Pasó la noche en el ministerio público dando su declaración. Vio como el teniente sacaba gente de los separos mediante una módica suma. Así, a lo descarado.
Gabriel preguntaba al oficial que le tomaba declaración por los delitos de los liberados. El que más le sorprendió fue el de un tipo con facha de extranjero al que la policía atrapó por error. Hubo una trifulca en un bar y la policía que acudió agarró parejo en medio de la confusión. «El daddy» salió sonriente y le dijo al tenientente: «luego pasas por el hotel ‘Marcelino’, que ahí te esperará una de las que te gustan, por cortesía mía».
«Habla de una morra, al jefe le gustan de secundaria», explicó el oficial. «¿Pero… a poco así chamaquitas ya andan en eso?», preguntó Gabriel. «Hasta más niñas, desde los cuatro», contestó con cinismo el guardián del orden.
Ya cuando se iba, preguntó asorado «¿y los niños a qué edad empiezan en el negocio?».
-«Uy, mano, ya estás grandecito para dedicarte a eso. Los niños empiezan igual desde chiquitos». –
Entonces… ¿Ya no hay inocentes…?
No obtuvo respuesta, solo una carcajada. Pero en el fondo, una luz y una voz fueron forjando una concreta.
***
Eran las seis de la mañana cuando vio a Dolores, que con su hijo en brazos se dirigía al laboratorio del Hospital donde le realizarían unos estudios sanguíneos. Una vez que comprobó que no había nadie alrededor, Gabriel sacó la estopa bañada en cloroformo que traía en la chamarra y agarró a la mujer por detrás, que no tardó en quedar inerte. La acomodó con cierta delicadeza a la orilla de la banqueta, como si ella se hubiera quedado ahí dormidita y se llevó al bebé.
Al llegar a su edificio, una vecina lo detuvo para preguntar por el bulto que traía entre los brazos y el respondió lo de siempre: «es mi sobrino, mi hermana me pidió que se lo cuidara».
Entró a su departamento y puso lentamente una pequeña almohada sobre la cara del bebé que le sonreía inocente. No tardó mucho el final en llegar. Ahora podía empezar su labor de desollar y llenar el espacio faltante, tras la consabida curtida de la piel del infante, que aprendió del viejo Leonardo.
Había sido mucho trabajo, pero el último año lo aceleró por la Pandemia, la otra señal, la Peste. Su viejo lo había predicho.
En una libreta sucia y enrojecida que tenía sobre la única mesa que había en todo el lugar anotó un número en una lista secuencial: 2326.
El demonio podía comenzar a devorar el mundo. Gabriel había construido un fuerte para salvarse, un templo dedicado a su padre. Ahora estaba protegido…






Pablo Saldaña @ArbolHueco. Colaborador de Fotogrammas.
Mácrom, o como dice en su acta de nacimiento: Pablo Saldaña Amador, es un escritor y periodista mexicano que cree en el caos, lo escatológico y la muerte como únicas soluciones al mundo en que vivimos. Es docente, poeta y, en sus ratos libres, un humano que aspira a volverse cucaracha. Él mismo se define como un ser imaginario, aferrado a las letras.
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