Baños de vinagre IV. Por Francisco Domínguez

CUENTO. Capítulo IV. FINAL

Por Francisco Domínguez

Fotos: Veroz Rosales.

 

Baños de vinagre

IV

 

El día del despido llegó: me había agarrado a golpes con el gerente y nuevamente estaba desempleado. Deambulé por las plazas comerciales y algunas librerías que visitaba para hojear algunas novelas y libros de poesía. Durante el bachillerato lo único que me gustaba eran las clases de literatura universal que la maestra Beltrán impartía. Beltrán era madura, pero de cuerpo firme. Le encantaba ejercitarse y eso se notaba al caminar con sus pasos lentos y contoneo de caderas que atraían la mirada de alumnos y maestros por igual. Yo ansiaba las veces que vestía de mezclilla, enfundada en esos pantalones que aprisionaban su cuerpo, sujetando un par de redondeadas nalgas que parecían desafiar la gravedad. También en esa época, en el último semestre, fue cuando mi madre comenzó a enfermar, por lo que decidí buscar trabajo y pagar mis gastos.

            Se hacía tarde; me dirigí a casa. Al doblar la esquina en la acera de enfrente reconocí a mi vecina Lourdes, una mujer más o menos de la edad de Inés: rozando los 54. Soltera, de amantes ocasionales, que se mantenía de rentar los cuartos de su casa a estudiantes y recién casados. Lourdes me lleva 12 años y, aunque siempre me había parecido atractiva, la trataba con respeto y me limitaba a simples saludos de cortesía. Ella había sido buena amiga de mi madre. Recuerdo haberla visto acompañarla a recogerme a la salida de la escuela primaria, junto con otro par de amigas que se regodeaban y se meneaban ante las miradas, silbidos y palabras balbuceantes, que parecían escupir algunos hombres que se cruzaban a nuestro paso.

            Lourdes, al verme, me llamó. Yo crucé la calle y cuando estuve frente a ella, preguntó si podía revisar uno de sus baños del segundo piso que tenía una fuga. Acepté sin remedio, no tenía nada que hacer. Y normalmente esas fugas quedaban con un apretón de tuercas. Cruzamos la sala de su casa y enfilamos rumbo a las escaleras. Lourdes iba delante de mí, hablando y hablando de mil cosas sobre mi madre y lo mucho que yo había crecido. Me reía y asentía con la cabeza, pero no levantaba la vista más allá de sus pantorrillas enmarcadas en una falda roja de holanes que revoloteaban delante de mí a cada paso que daba sobre los peldaños.

            Llegamos a un pasillo largo que conectaba varios cuartos y remataba en dos grandes baños. Lourdes me indicó el de la derecha. De pronto, sonó el teléfono de la planta baja y la vi correr mientras me indicaba con los dedos de la mano que regresaría en un momento. Al cruzar, del lado izquierdo, la puerta de uno de los cuartos se encontraba abierta. No dudé en cerrarla, pero al asomarme al interior me asombré al notar una cierta familiaridad con el espacio. La disposición de la cama, los taburetes, la ventana abierta que daba a la calle; era exactamente como mi recámara. Una copia casi perfecta en dos cuartos enfrentados. Si no fuera porque el mío se encontraba medio metro más abajo, uno pensaría que se construyeron de forma paralela, losa con losa.

            Me aventuré un poco más y vi en el taburete cremas, frascos con esencias y cajas con figuras eróticas. Encima de la cama había unos calzones y ligueros coronados con encajes que me recordaron a los que usaba Inés. Cuando estuve a punto de tocarlos, oí los pasos de Lourdes que subía apresurada preguntando si había encontrado el problema. Salí rápidamente y apenas alcancé a cerrar la puerta de aquella recámara.

En el baño, le comenté que el problema era una tuerca de plástico floja que no requería más que un simple apretón y listo. Si quieres regreso con unas pinzas para asegurarnos de que no haya nuevas fugas. Ella se me quedó mirando y se acercó rozando su nariz con la mía. Sentí su aliento en el rostro,  y casi a punto de besarla volteamos al espejo. Con una risa que me pareció forzada, me dijo que también ella jugaba con su doble, la del espejo.

            Salí de prisa, aturdido, no recuerdo si me despedí. Llegué a mi recamará y me tendí en la cama. ¿Cómo sabía lo del espejo?, ese juego maniático en el que imaginaba la vida de mi otro yo.  El aire de la tarde se colaba por la ventana; no sé porque no la cerré de una buena vez, en lugar de eso tomé una revista y después de unos minutos me quedé dormido. Desperté con los ruidos del cuarto contiguo y salí de la recámara para ver que Inés había regresado. Se esforzaba por limpiar aquel lugar mientras preparaba la cena. Me abrazó y me dijo que regresaba porque me extrañaba y también porque seguía sin aguantar a sus ancianos padres, pero era la última vez.

            Hicimos el amor. Desnuda se acercó a la ventana a fumar un cigarrillo. Veía su figura esbelta, su espalda que bañada por la luz de afuera acentuaba una fina capa de vello. Sus caderas sostenían un liguero rojo, de finos encajes. Un escalofrío recorrió mis huesos y recordé el cuarto de Lourdes, el que daba hacia mi ventana, pero sobre todo el liguero que había visto en su cama, igual al de Inés.

Me levanté y de un manotazo la quité. ¿Qué te pasa, imbécil? Amor, le contesté, te pueden estar viendo desde la casa de enfrente. ¡Escucha! No sé como explicártelo, pero, ¡carajo! Te lo voy a contar. Enfrente vive Lourdes, una vieja amiga, más o menos de tu edad. Renta los cuartos de arriba. Uno en particular, el que está frente a nosotros es muy parecido a esta recámara. Lo noté hoy más temprano que estuve allí. Esa ventana es como el telón de un teatro y el escenario es mi cuarto. Nunca me di cuenta: en la noche,  la luz del poste me ciega y no miro más allá de una calle algunas veces desolada.

Lo que más me inquietó fue un liguero que se encontraba en la cama, como el que traes puesto, igualito. Había artículos eróticos, revistas y esencias. En su baño percibí un ligero aroma a vinagre; pero lo que más me inquietó fue escucharle hablar también de su doble en el espejo. Seguro se estaba burlando; ¿cómo sabía eso?

Cerré la ventana. Le dije que la clausuraría y que jamás la volvería a abrir. Inés me tranquilizó y me dijo que ahora a Lourdes le tocaba hacerse cargo de mí, de mis gustos, mis manías y perversiones que tanto les gustaban y que había copiado también de las revistas que miraba.

Las cosas pasaban demasiado rápido y no alcanzaba a digerirlas. ¡Cómo que les gustaban mis perversiones! ¿A ella y a quién más? ¡De qué se trata, Inés!, le gritaba y la jaloneaba del cabello. No lo has comprendido, Angelito, arrastraba las palabras con dificultad. Revisa la ropa que dejaron en aquel cajón abandonado Clara y Verónica, tus primeras parejas en esta casa. También usaban ligueros, ¿recuerdas? Iguales a los que robabas de tu madre y sigues guardando debajo del colchón. También allí están las revistas que le dimos. Le sugerimos que las dejara en algún lugar habitual para ti, para que las encontraras fácilmente. No te las dejó tu padre, como creías, a él jamás le interesaste. Tu madre nos confesó que jamás podría hablarte de sexo. Lo ideamos juntas preocupadas por su enfermedad terminal.

Se me revolvía el estómago y comenzaba a marearme; solo veía los ojos desorbitados de Inés, inyectados de placer y desahogo. Nos perteneces, Angelito, así lo quiso tu madre. Ha llegado el turno de Lourdes, tu vecina. Pronto dejarás esta casa que se derrumba. Pero no te preocupes. Ya has visto tu recámara, o la copia perfecta, para que no te sientas extraño, en tu nuevo capullo.

En el baño notaste el vinagre que utilizas para descostrarte, o eso es lo que te hicimos pensar. Reprochándote una y otra vez el apeste logramos que te aferraras más. Te queremos purificado, Ángel. Con cada palabra de Inés iba hilando el transcurso de mi vida. Las cuatro eran amigas de mi madre, todas mayores que yo. Las que me pellizcaban los cachetes a la salida de la escuela. Habían pactado cuidarme ante la inminente muerte de mi madre. El sexo tenía que llegar y me prepararon como mejor les convenía, como a ellas también les gustaba, observando revistas hardcore.

Solté a Inés y me derrumbé llorando, derrotado. Me sentía un juguete, un experimento que se metamorfoseaba para convertirse en una polilla, con la única finalidad en su corta vida de copular y morir. Me acerqué a la ventana a respirar un poco de aire. Desde la acera de enfrente Lourdes me llamaba.

FIN

 

Fotos: Veroz Rosales.

 

 

Francisco Domínguez @diaterio. Colaborador de Fotogrammas.

Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Ha colaborado en UnomásUnoCarnet MusicalEconomía NacionalÉpoca Escala.
Actualmente es jefe de difusión y medios de la Dirección General de Artes Visuales de la UNAM y del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC/UNAM).

 

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