El entierro. Por Ángel Vargas

CUENTO

Por Ángel Vargas.

Fotos: Barry Domínguez.

 

El entierro

 

Tumbado en la cama, pensé en mi muerte. Los ladridos me sacaron de mi cavilación. Recordé aquella mañana en la que enterramos a mi abuelo. Aunque en sus últimos años lo veía ya flaquito y empequeñecido, sus restos en el ataúd eran francamente inaguantables. Ha sido el peso más difícil que he cargado en mi vida. Ése y el peso de una ausencia.

Así, sin más se fue. Ni una explicación, palabra ni motivo aparente. Sólo me abandonó y desde entonces sólo he tenido noticias suyas por los comentarios ocasionales de algunos amigos.

Era un sendero de terracería, áspero como un trago amargo e inesperado. Mi brazo ya no soportaba más tiempo y eso que recién relevaba a un primo que apenas había conocido. El cortejo continuaba su aletargado camino hacia el panteón. Los rezos, los cánticos religiosos y el respetuoso cuchicheo de los vecinos se trenzaban con los chistes de aquellos que se la habían amanecido en la juerga del velorio.

El sol de tarde es quemante. Pesado. A lo lejos se escuchan unas campanillas que enseguida me evocan aquel antiguo camioncito de los helados que emocionaba mis calurosos días de infancia. Sigo pensando en mi muerte, en cómo todo puede apagarse de repente y ya nunca más ser ni estar. El perro prosigue con sus ladridos sinsentido y el trino de los pájaros entre los árboles me recuerda que estamos en primavera.

¿Por qué fue? ¿Qué malditos le hice para que nunca más me buscara? Al final, fue lo mejor para ambos. Nos estábamos matando de manera despiadada y lenta, como el alcohol lo hace con aquel pordiosero que antes era un simpático panadero. Mal de amores, dice un par de solteronas que lo conocen y, siempre que lo ven, lo compadecen, al tiempo que le avientan unas monedas para que siga desahogando sus estúpidas penas.

La voz destemplada sigue su canto. Habla de torres de marfil, de santos, de entradas al paraíso. Aquellos lugareños con los que no topamos nos saludan con la cabeza gacha y después de santiguarse prosiguen su camino. ¿Faltará mucho para el panteón? No alcanzo a verlo y me piden volver relevar con la carga del féretro, pero ahora un desconocido.

Pensándolo bien, no estaría nada mal que de pronto todo se apagara. Que no se escucharan para nunca jamás esos ladridos que me tienen hasta la madre ni la musiquita cursi del carro de helados. Que todo fuera un silencio absoluto, roto de vez en cuando, eso sí, por el canto de las aves.

El aire entre sus cabellos. Recuerdo ese aroma único e inevitable. Una tontera, dirán, pero era lo que entonces daba sentido a mi vida. Eso y su manera de sonreírme con sus veraniegos ojos. Un aroma y una mirada que nunca más tendré a mi alcance.

¡Por fin! Hay mucha quietud en el cementerio. Se nota enseguida que es un pueblo. El sol a plomo y mi brazo adolorido. Como duele la tristeza. Más rezos mientras los sepultureros hacen su trabajo. Zas, zas, zas, el hundir de las palas es hipnótico con el contacto de la árida tierra. Más rezos, bendiciones, cabezas gachas, llantos, ojos rojos, moqueos y unos que otros olvidan dónde andan, por su borrachera.

Sí debería morir. Es un día bello para hacerlo. El cielo azul y el sol a pleno. Acostado en la cama, ya no tengo dudas, como tampoco alicientes. Se fue. Qué insoportable es su ausencia.

Se escuchan unas gotas. ¿Lloverá? ¿Será el roció de la mañana? Nunca sabré que era el agua bendita sobre la madera del cajón que me despedía. Lo último que escucho es un padre nuestro. Todo se oscurece para siempre. El peso de la tierra asfixia mi cuerpo inerte.

Apenas hace un rato estaba en la cama, pensándome muerto.. Ahora, llegó mi tiempo. Mi hogar para siempre, me despido de todos, a mis 85 años. Quedé al lado de mis padres y aún oigo a mi nieto cómo sufre al cargar el féretro. Quizá esté ahora en su cama, mascullando el propio fin de su vida y sufriendo por un amor muerto, como lo hice un día de ocio, hace unos 40 años.

Por los siglos de los siglos, amen (así, sin acento)…

 

Fotos: Barry Domínguez.

 

Ángel Vargas @ngelvargas. Colaborador de Fotogrammas.

Es periodista, técnico aplanacalles, aficionado a ultranza de los Pumas, un poco vidente y artista del karaoke. Nació en la otrora Región más transparente, en 1972, y egresó de la UNAM como comunicólogo.

Desde hace más de dos décadas trabaja como reportero en la sección de Cultura del periódico La Jornada. Gusta del tinto, la cerveza clara, una buena comida y las sazonadas charlas. En sus ratos libres se hace bolas con la escritura de relatos y, si hay inspiración, hasta se siente poeta. Al igual que Grouncho Marx, está convencido de que todo tiempo pasado fue anterior y, como Woody Allen, de que la principal causa de los divorcios es el matrimonio.

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